Los dos cumpleaños de Fidel en Quito: “Todavía sueño con el Che” (segunda parte)
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9 de agosto de 1988, Quito. Fidel Castro, Danilo y el autor de esta nota charlan en la residencia del Embajador cubano sobre la Batalla de Pichincha.
EL ESCENARIO. Como era de esperarse, Fidel Castro tuvo una jornada prolongada e intensa mientras estuvo en Quito, de visita oficial, entre el 9 y el 13 de agosto de 1988. El día 12, la fiesta política bajaba el telón. Rodrigo Borja estaba ya en Carondelet y la mayoría de delegaciones se había marchado, luego de cumplir sus compromisos en el país. El Presidente de Cuba estaba entre quienes seguían en Ecuador. Le hicieron homenajes, estuvo en reuniones políticas y sociales. En un momento dado, quienes esperábamos por la entrevista, llegamos a pensar que no le quedaría tiempo para atender su compromiso adquirido con nosotros el 9 de agosto en la casa del Embajador cubano en Quito. (Ver nuestro dossier anterior)
Todo se despejó a mediodía del 12 de agosto. El secretario personal de Fidel Castro nos llamó a confirmar la cita. Recibimos la instrucción de estar en un sitio exacto a una hora precisa. El sitio resultó ser una pequeña y discreta casa en el barrio Bellavista (al norte de Quito). La hora: 6 de la tarde. Allí esperamos. Mientras tanto, a través de la televisión local seguíamos el periplo del Comandante. Entrada la noche, su último acto oficial fue en la casa-museo de Oswaldo Guayasamín. Llegó en la noche y ahí celebró su cumpleaños 62.
Aquí una precisión: el líder cubano celebró dos veces su cumpleaños en Ecuador. La primera, como queda dicho, en la casa del desaparecido artista ecuatoriano. Allí estuvieron personalidades de la política y de la intelectualidad ecuatoriana; en su mayoría, los asistentes eran militantes de izquierda. De lo que se veía por televisión, hubo pastel, aplausos, cantos, lágrimas, velas… Esa celebración se prolongó hasta altas horas de la noche del 12 de agosto. Sin embargo, la segunda celebración, la que muy poca gente conoce, ocurrió en la madrugada del 13 de agosto de 1988, el día mismo de su cumpleaños -incluso la hora, según recordó el propio Fidel Castro mirando su reloj-, mientras daba una entrevista exclusiva a un grupo de periodistas ecuatorianos… Eso ocurrió en una casa pequeña de dos plantas ubicada en el mismo barrio Bellavista, cercana a la residencia de Guayasamín.
LA ENTREVISTA. Cuando llegó a la cita, la algarabía inundó el pequeño recinto. Fotos, saludos, abrazos, respeto… Llevaba su habitual traje verde, donde destacaban las insignias de Comandante en Jefe de la Revolución Cubana. Calzaba unos botines negros, brillosos, su cinturón de campaña estaba en su sitio. Su barba, canosa y no muy abundante, irradiaba sobre su figura un aire ciertamente apostólico.
Ni bien entró a la sala se adelantó a saludar con todos los presentes. Y en nuestro caso, con la misma amabilidad, respeto y cariño del primer día, cuando lo conocimos en casa del Embajador. Apenas nos vio a Danilo y a mi, dijo: “Ustedes fueron los primeros ecuatorianos con los que hablé y, miren la coincidencia, también serán los últimos, en esta visita a Ecuador que ya es inolvidable para mi, por muchas razones”.
En ese momento -cerca ya de la medianoche-, su rostro reflejaba el cansancio de su cuerpo, producto de las maratónicas jornadas que desplegó desde que pisó suelo ecuatoriano. Pero pronto vimos que su lucidez, su capacidad analítica, su potencia mental para recuperar recuerdos, nombres, imágenes y circunstancias, estaban intactas a esa hora de noche. Por eso, cuando llegó la hora, esas cualidades se expandían, se potenciaban, se explayaban mientras más se adentraba en sus reflexiones y/o cuando respondía las preguntas que se le hacían.
“Bueno, empecemos”, dijo con educada firmeza, mientras se acomodaba en el modesto pero cómodo sillón, junto a la chimenea de la sala. Cámaras y grabadoras estaban listas. Sobre la mesita, dos tazas de té para aplacar el frio de la noche quiteña. Al inicio hubo algo de tensión y la primera pregunta demoró en salir. Fue normal, tomando en cuenta el personaje, la circunstancia, el momento.
El cuestionario inicial abarcó dos bloques generales. El uno fue de índole histórica: se avecinaba el Quinto Centenario del Descubrimiento y Conquista española de América y Fidel tenía harto hilo en el carrete y su discurso era muy activo. El otro tema fue de tipo económico: el grave problema de la deuda externa de los países latinoamericanos. En ese punto reivindicó su tesis, bajo el argumento de que nuestros países ya habían cancelado, con creces, la deuda. Por lo tanto, los gobernantes de la región tenían razones económicas, éticas e históricas para adherirse a la tesis del no pago.
Mientras analizaba estos puntos, estuvo muy distendido. Sus respuestas mostraban conocimiento, pedagogía, erudición. “Imaginen ustedes lo que significó para los pueblos originarios de América que los españoles lleguen a estas tierras con armas de combate como el caballo, la armadura, el perro, el arcabuz. Eran bombas atómicas para la época; así era muy difícil y desigual el combate”. Luego se abrió espacio para reconocer el valor militar de la conquista española, en un medio desconocido y hostil para ellos. “Ciertamente, fue una proeza, más allá del saqueo y de las consecuencias nefastas que tuvo para nuestros pueblos; los conquistadores fueron temerarios y debieron tener mucho carácter para hacer lo que hicieron”.
EL APAGÓN. La entrevista era intensa en ese momento, transcurría con normalidad y bajo esos parámetros. Hasta que se presentó un hecho inaudito, inverosímil, increíble: mientras Fidel Castro estaba en el uso de la palabra, de pronto, se cortó la energía eléctrica y todas las luces del recinto se apagaron, todas. Yo estuve junto a él y enseguida sentí un aire y alcancé a divisar una sombra que se lanzó a protegerle. Entendí instantáneamente la gravedad del momento. Y creo que los demás presentes en la sala procesaron las cosas de igual manera. Nadie se movió.
- “¿Qué sucede?”, preguntó Fidel Castro.
- “Estamos resolviendo, Comandante”, respondió una voz apresurada y anónima desde algún punto de la sala.
- “¿Y bueno?”, fue la segunda pregunta de Fidel, esta vez más inquietante, pues había pasado al menos un minuto y todo seguía en tinieblas.
- “Ya está, no hay más problema”, dijo otro miembro de su escolta y enseguida se prendieron las luces. El guardia de seguridad que protegía con su cuerpo al Jefe de la Revolución Cubana auscultó el lugar con una penetrante y escrutadora mirada. Solo después de estar seguro de que todo volvía a la normalidad, se retiró atléticamente hasta el mismo costado de la sala donde estuvo durante la entrevista.
Luego del apagón, Fidel Castro se veía algo pálido, algo perplejo, pero mantuvo siempre la calma y la serenidad. Yo miré alrededor y solo vi rostros de asombro e incredulidad. El silencio general en la sala se mantuvo, incluso, segundos después de que la electricidad fue restablecida. La conducta colectiva fue tan excepcional como el hecho en sí que nos tocó vivir esa madrugada del 13 de agosto de 1988.
Todo el mundo no podía creer lo que había visto y vivido en ese momento. Entre el apagón y las palabras de alivio del escolta pasaron casi dos minutos, una eternidad, un tiempo suficiente para que pase cualquier cosa, para que una imprudencia derive en tragedia, para que cualquiera de los presentes se rinda ante sus nervios y provoque un caos… Pero nada de eso pasó, nadie se atrevió ni siquiera a prender un fósforo. Nadie habló, todo el mundo espero en su sitio. Todos éramos estatuas. Incluso el telúrico y colosal Fidel Castro se mantuvo quieto, en su sitio, esperando el desenlace. Visto a la distancia, aquel episodio fue como que si todos los presentes hubiésemos conocido de antemano el libreto de una obra teatral, donde nadie tenía posibilidad de cometer errores. Si uno fallaba, fallábamos todos.
Restablecida la luz y pasado el susto, la Seguridad cubana informó al Comandante -y lo oímos porque estuvimos junto a él- que la causa del apagón había sido algo fortuito: como la casa en la que estábamos era “normal”, es decir, no tenía extras ni instalaciones especiales, resulta que cuando llegó todo el mundo se instalaron cables para las grabadoras, para las luces, para las filmadoras… Esa sobrecarga recalentó el sistema eléctrico de la casa e hizo estallar el fusible por el consumo excesivo de energía. No hubo más explicación que esa. Explicación razonable, dijeron los propios miembros cubanos de la Seguridad de Fidel Castro. De modo que ni la CIA ni nadie había metido mano en el asunto… al menos esa vez.
EL RECUEDO DEL CHE. La entrevista siguió. Los temas históricos y económicos se habían decantado al tenor de lo anotado en líneas anteriores. Llegó entonces una pregunta que no era posible dejar de lado.
- “Comandante -pregunté no sin poco temor y aventurándome a una negativa de su parte-, usted no habla mucho, públicamente al menos, de la figura del Che Guevara. ¿Qué representa para usted el Che?”.
Fidel Castro, hasta ese momento distendido y relajado en su sillón, de pronto cambió de semblante. Lentamente se incorporó, clavó su mirada en el piso, frotaba su barba. Noté que sus ojos, algo meláncólicos, le llevaron hacia recuerdos de honda repercusión en su vida. Pasaron unos pocos segundos, interminablemente largos y silenciosos, hasta que respondió:
-”Todavía sueño con el Che. Es más, siempre sueño que converso con él, que hablo con él, que discutimos y hablamos de muchas cosas”.
Y arrancó a contar todo: de cómo lo conoció en México, de su arrojo en los primeros combates en la Sierra Maestra, de su temeridad en las misiones más difíciles, de su desprendimiento material, de su formación intelectual, de su ética, de su integridad como ser humano… Habló largamente también de lo que definió como la hazaña, la proeza del Che en tierras bolivianas, donde encontró la muerte. Contó que luego de su muerte, él, personalmente, en La Habana, se dedicó a estudiar a fondo el Diario del Che en Bolivia, “con los mapas sobre la mesa”. Llegó a varias conclusiones, una de ellas, que en las últimas jornadas de combate, mientras estaba cercado y acosado por los militares bolivianos entrenados por estadounidenses, el Che adoptó una conducta temeraria e irreversible, característica en él: enfrentar al enemigo arriesgándolo todo, aunque pudo tener alguna opción para romper el cerco que le tendieron en la zona de Ñancahuazú.
A esa hora de la fría madrugada quiteña, el número uno de la Revolución Cubana contó, convencido, que el Che pudo tener una oportunidad, pero conociéndolo como él lo había llegado a conocer, tratándolo como él lo había llegado a tratar, y sobre todo leyendo cuidadosamente sus últimas anotaciones, Fidel Castro sentenció que la actitud del Che estaba definida: dar la batalla final con el fusil en la mano. “Así era él”, dijo, al tiempo de ratificar que si bien el proyecto militar se truncó con su muerte, las ideas por las que luchó no fracasaron. “Están ahí -dijo-, siguen vivas”. Pero reconoció que la desaparición de su camarada, a temprana edad para un estadista como el Che, le había significado a Cuba una pérdida mayúscula. “Cuánto lo necesitamos los cubanos; cuánta falta nos hace su crítica, su ejemplo, su inteligencia; cuánta falta le hace al movimiento revolucionario latinoamericano”…
Durante el largo momento en que Fidel habló del Che Guevara, lo hizo con pausa y con mucho respeto. Era claro que medía cada palabra que pronunciaba.
EL EPÍLOGO. Hacia la una y media de la madrugada del 13 de agosto de 1988, la entrevista que un grupo de jóvenes ecuatorianos realizaba al Jefe de la Revolución Cubana, llegaba a su fin. Fidel había hablado de todo, era tarde y el cansancio nos afectaba a todos.
Al final, cuando estaba por caer el telón, hubo tiempo para una sorpresa más. El Comandante miró su reloj, todos pensamos que era una forma elegante de anunciarnos su retiro de la sala para irse a descansar. No fue así. “Según me contó mi madre alguna vez, resulta que a esta hora nací. Estoy muy feliz porque es la primera vez que celebro un cumpleaños fuera de Cuba… sin estar en la cárcel”. En ese momento hubo un aplauso encendido y prolongado de los presentes. Siguieron los abrazos y las fotos para el recuerdo.
Luego, ahí sí, el Comandante tomó la palabra para despedirse. Agradeció de forma educada y dijo algo que vale la pena repetir. Ante la pregunta que le hizo alguien sobre la fecha de su regreso a Cuba, exclamó. “Es preferible irse un minuto antes que un minuto después”. Esa fue su forma filosófica de decir que había llegado la hora de volver a La Habana.
Fidel Castro salió de la sala, evidentemente agotado por tan extenuante jornada. Cuando llegó al umbral volvió su mirada hacia donde estábamos todos, esbozó una sonrisa y se despidió con su brazo derecho en alto. Su equipo de seguridad lo seguía hasta la salida de la pequeña residencia del barrio Bellavista de Quito. Se subió a un auto y se fue.
Por nuestra parte, las horas que quedaron hasta el amanecer se fueron en comentarios prolongados sobre lo que había ocurrido, sobre lo que habíamos vivido. Creo que alguien se apiadó de los presentes y ofreció unas tazas de café y no faltó el voluntario clandestino que se acordó del clásico canelazo para lidiar con las madrugadas quiteñas…
Hacia la tarde de ese mismo día, Fidel Castro aterrizaba en el aeropuerto José Martí de la capital cubana. Seguramente ahí también festejó su cumpleaños número 62. Por ello, contabilizando los hechos, bien puede decirse que el líder de la Revolución Cubana celebró tres cumpleaños el mismo día, dos de ellos en Quito. Eso ocurrió el 13 de agosto de 1988…