La rumba es Cuba y Fidel
Bajo la impronta de Fidel, transcurrió el domingo la jornada que exaltó la declaratoria de la rumba como Patrimonio de la Humanidad, en actos organizados por la UNEAC y el Ministerio de Cultura y sus instituciones
Expansión, libertad, gozo, dijo el poeta y sonaron los tambores para sostener el fuego de las voces en todas las provincias del país. Un canto confirmatorio de que la rumba es Cuba y, cómo no, Fidel, el hombre que situó a la Isla en el mapa de la actualidad mundial de las últimas seis décadas y que en el trazo de la política cultural de la Revolución puso en primerísimo plano el rescate y dignificación de los valores patrimoniales de la nación.
Bajo su advocación transcurrió el domingo la jornada que exaltó la declaratoria de la rumba como Patrimonio de la Humanidad, en actos organizados por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y el Ministerio de Cultura y sus instituciones, de manera puntual los consejos nacionales de patrimonio cultural y de casas de cultura.
Las dos plazas que ostentan la condición de fragua original del complejo musical y danzario —Matanzas y La Habana— dieron la diana. ¿Quién no reconoce en tierra yumurina a Los Muñequitos, Afrocuba, Columbia del Puerto? ¿Quién le puede negar el trono a Yoruba Andabo, Addaché, Timbalaye, JJ, Raíces Profundas, el Coro Folclórico, Rumba Morena y otros que se sumaron a un legítimo jolgorio?
Pero también hubo rumba en Guantánamo y Pinar, en Camagüey y Cienfuegos, en Sancti Spíritus y Santiago. Teatro de la Danza del Caribe, Kazumbi, Ballet Folclórico de Oriente y el de Camagüey, Rumbatá, Rumbalay. Profesionales y aficionados, veteranos y jóvenes, todo mezclado.
En el Salón Rosado Benny Moré, en concierto producido por Julio César Valdés y con la conducción de Jorge Ryan y Ariana Álvarez, la rumba dejó constancia de su jerarquía. Todo cupo en la rumba, la patria y el amor, la elegía y la crónica.
Miguel Barnet también evocó las contribuciones de Fernando Ortiz, Argeliers León y Odilio Urfé y destacó cuánto hizo el proyecto Timbalaye y sus creadores, Ulises Mora e Irma Castillo, a que en otras tierras se cobrara conciencia de la pertinencia de consagrar la expresión insular como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Hacer memoria es hacer justicia a los que han cultivado una manera tan raigal de ser cubano: Malanga y Chano Pozo, Tío Tom y Chavalonga, Teresa Polledo y Manuela Alonso, Florencio Calle y Calixto Callava, Saldiguera y Virulilla, Flor de Amor y El Pícaro, Mongo y Tata, Papín y el Goyo, Minini y Aspirinia, Jesús Alfonso y Chachá, Juan de Dios y Giovami, y así tantos y tantos que a la rumba le han dado raíz y vuelo.
No hay que olvidar cómo, hasta mediados del siglo pasado, los más auténticos cultivadores se hallaban marginados por su origen social. Residentes en barriadas y comunidades de condición humilde, estibadores de carga en los puertos y albañiles, peones agrícolas y torcedores de habanos, trabajadores de oficios eventuales y desocupados, costureras y empleadas en el servicio doméstico, en hacinadas casas de vecindad y espacios públicos venidos a menos, rumbeaban por el mero gusto de sentirse dueños absolutos de un territorio espiritual inalienable.
Tampoco debe olvidarse un linaje que parte de la huella de las culturas africanas llevadas a la Isla por los hombres y mujeres arrancados del lejano continente para ser explotados como mano de obra esclava en las plantaciones. Las primeras manifestaciones tuvieron lugar en el barracón, alternando con los cantos y bailes litúrgicos de religiones ancestrales.
Al abolirse la esclavitud en 1886, muchos de los emancipados emigraron a las ciudades en busca de trabajo. Matanzas y La Habana se convirtieron en las plazas rumberas por excelencia, aunque ya desde entonces comenzó a irradiarse a escala nacional y a entenderse el término no solo como definición de una expresión músico-danzaria sino también como sinónimo de celebración profana. Es común escuchar decir: «Se formó la rumba», para designar el comienzo de una fiesta, en la que se percutía con todo lo que estaba al alcance de los oficiantes: cajones de bacalao, gavetas, taburetes, cucharas y cencerros, pues no siempre se disponía de una tumbadora o un par de timbales.
Hace cinco años, la rumba fue declarada en Cuba Patrimonio de la Nación. El acto consagró entonces lo que era asumido de manera natural y orgánica por todos. Con la declaratoria de la Unesco —que insiste en esa imprecisa definición de calificar como inmaterial cosas que tienen una presencia material irreductible— se reconoce igual una realidad objetiva: su universalidad.